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jueves, 25 de julio de 2019

Cremas solares: ¿una amenaza para el Mediterráneo?

¿Sabías que España es, sólo por detrás de Francia, el segundo destino mundial en cuanto a visitantes extranjeros? Cada año batimos nuestro récord, con 82,6 millones de visitantes en 2018, casi el doble de la población española. La mayoría buscan un turismo de sol y playa: cerca de la mitad se concentran en las zonas costeras, muy particularmente en la costa mediterránea durante los meses de verano. Si contamos los turistas que reciben otros países del área (por ejemplo, Italia, Francia, Turquía, Grecia, Croacia o Marruecos) veremos que en 2016 se alcanzaron en el Mediterráneo 329,2 millones de visitas, cifra equivalente a la población del tercer país más poblado del mundo, Estados Unidos. Esta afluencia afecta positivamente a la economía de estos países –la actividad turística generó a la Unión Europea 1,1 billones de euros durante 2016–, pero supone también un impacto en el medio ambiente, especialmente en el medio marino, que requiere de una urgente atención.
Crema solar
Entre los múltiples impactos que tiene el turismo sobre los mares, la contaminación por el uso de las cremas solares está recibiendo especial atención de la comunidad científica, ya que nos encontramos ante un problema de alcance global. Las pruebas que sustentan esta afirmación son:
  • La creciente preocupación en las últimas décadas sobre los riesgos asociados con la exposición de la piel a la radiación ultravioleta (UV) se traduce en un incremento en el uso de protectores solares. Estos productos acaban en el mar, bien durante el baño o indirectamente a través de las plantas de aguas residuales.
  • El aumento del turismo de sol y playa lleva aparejado un incremento del consumo de cosméticos. De hecho, el valor de los protectores solares en el mercado alcanzó en 2018 los 7.350 millones de euros y se pronostica que llegará a los 10.430 millones de euros en 2025.
  • Se trata de cosméticos en cuya formulación se incluyen multitud de ingredientes químicos, no todos específicamente indicados en sus etiquetas.
  • Estudios científicos recientes han demostrado la toxicidad de las cremas solares en su conjunto o de alguno de sus ingredientes (como el dióxido de titanio, el óxido de zinc, o la oxibenzona) sobre organismos del ecosistema marino (microalgas, mejillones, erizos, crustáceos, peces, corales, etc.).
  • Se han encontrado ingredientes químicos usados en la formulación de las cremas solares en multitud de animales, como peces, delfines o huevos de aves, y en lugares muy remotos del planeta, como la Antártida.
Todo apunta, por tanto, a que nos encontramos con un problema real, de alcance global y con efectos de magnitud aún desconocida. Ante tales ‘pistas’, algunos gobiernos ya han adoptado medidas sin precedentes para tratar de proteger sus ecosistemas. Así, el estado de Hawái (Estados Unidos) aprobó en 2018 una ley para prohibir la venta y distribución de protectores solares que contengan entre sus ingredientes oxibenzona y sus derivados, que resultan tóxicos para los corales. En el mismo año, y por el mismo motivo, el archipiélago de Palaos (Micronesia) aprobó una ley para prohibir por completo el uso de cremas solares, convirtiéndose en el primer país del mundo en adoptar dicha medida. Sin embargo, existen otras zonas del planeta, como el Mediterráneo, donde el problema puede estar especialmente magnificado, y donde no se ha adoptado ninguna medida encaminada a evaluar o minimizar el impacto de las cremas solares en sus ecosistemas marinos.
Punto caliente de biodiversidad
A pesar de que este impacto no ha sido aún evaluado, el Mediterráneo presenta una serie de características físicas, químicas, biológicas y socioeconómicas que hace que sus ecosistemas sean, desde el punto de vista de la contaminación, unos de los más amenazados del mundo.
Este mar es una cuenca semi-cerrada donde la pérdida de agua por evaporación supera la entrada por precipitaciones y descargas de los ríos. Esto genera un déficit hídrico que se compensa parcialmente con un intercambio limitado de agua con el océano Atlántico a través del Estrecho de Gibraltar (de tan solo 12,8 km de ancho y unos 300 metros de profundidad), y que es la única conexión con el océano abierto. Todo ello hace que la renovación del agua del Mediterráneo sea mucho más lenta que la de cualquier otra zona oceánica, y por tanto el efecto de cualquier contaminante, como podrían ser las cremas solares, permanezca en sus aguas durante más tiempo.
Posidonia
Posidonia oceanica. / Alberto Romeo (CC BY-SA 2.5).
Con más de 17.000 especies marinas, el Mediterráneo es uno de los puntos calientes de biodiversidad del planeta, con especies endémicas de gran valor ecológico y muy sensibles a la contaminación, como las praderas de Posidonia oceanica. A pesar de su riqueza biológica, es un mar oligotrófico, es decir, su producción primaria es muy baja como resultado de la escasa concentración de determinados nutrientes disueltos en sus aguas, principalmente el fósforo. Esta característica confiere a sus aguas un aspecto azulado y cristalino.
Además tiene una media de 250 días de sol al año, el clima es suave y húmedo durante el invierno, y cálido y seco durante el verano. Todo esto, junto con un rico patrimonio cultural y una situación sociopolítica favorable, crea en las regiones costeras mediterráneas un escenario idílico que atrae a millones de turistas cada año.
Nos encontramos, por tanto, ante una región que recibe de manera masiva turistas atraídos en buena parte por las características medioambientales y ecológicas del medio. Esto genera una gran riqueza económica, pero a la vez perjudica y amenaza los recursos ambientales. Es una responsabilidad de los gobiernos buscar alternativas que garanticen un turismo sostenible que priorice la conservación de los ecosistemas y evitar que el crecimiento turístico del que presumimos se convierta en víctima de su propio éxito. La búsqueda de dichas alternativas requiere ineludiblemente de la cooperación entre la comunidad científica, empresas cosméticas y farmacéuticas, gestores ambientales y políticos.

Por Antonio Tovar (CSIC)*
 

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